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lunes, 29 de febrero de 2016

Educación y autoridad

Publicado en La Opinión el jueves, 25 de febrero de 2016

Los frecuentes casos de agresiones a docentes de enseñanzas medias movieron a las Administraciones públicas a ofrecerles una cobertura legal. Ya ha habido sentencias condenatorias a padres por faltas y agresiones contra docentes. Pero a nadie se le oculta que el problema es más hondo y surge de una crisis que afecta a nuestra arquitectura social.
 
Ocurre a veces que transformamos en leyes las costumbres cuando han dejado de serlo, y ése es el caso: que socialmente hace tiempo que los maestros dejaron de ser respetados en el sentido pleno y social de esa expresión. Los excesos autoritarios de las sociedades tradicionales y cerradas nos movieron a buscar fórmulas nuevas y a redefinir el papel del educador en el contexto de las sociedades democráticas y participativas. Además hubo cierto regusto en desvestir al maestro de sus ropajes venerables y mostrarlo expuesto como un trabajador más cuyos problemas laborales resultaban ciertamente acuciantes.
 
La avalancha de innovaciones pedagógicas - casi siempre maltraídas por las sucesivas reformas educativas- que postulaban una devolución al educando de su protagonismo frente al ‘opresivo’ y tradicional ‘dirigismo’ del maestro, así como las supuestas suprimir los sistemas de evaluación y superación de niveles, han terminado por desconcertarnos a todos y, sobre a todo, a padres, alumnos y maestros. Por último, la eliminación y el escarnio de cualquier aspecto disciplinar en la educación sincronizaba la escuela con la nueva sensibilidad pública dominante que excluía de la organización familiar todo atisbo de autoridad paterna y, por supuesto, de cualquier clase de ‘violencia educativa’.

Hemos llegado al punto no ya de que un cachete paterno sea perseguido de oficio por el diligente ministerio fiscal, sino de que los abusadores denuncian la violación de la intimidad de sus víctimas cometida por sus padres al curiosear las imágenes pornográficas con las que acosaban al menor. Y todos hemos respirado con alivio cuando el juez ha desestimado el recurso del abusador y no ha reprendido a los padres fisgones, porque nada aseguraba que se resolviera así. También en lo educativo muchas de las reformas han adolecido del más elemental sentido común, pero en cualquier caso, entre unas y otras se nos olvidó lo que le daba a los maestros ese ascendiente que llamábamos autoridad: la pasión por sus alumnos.

El hecho de que una persona se ponga al servicio de los que tienen que crecer para colaborar con ellos e indicarles el camino con el buen ánimo (a veces, compatible con el mal humor) del que disfruta haciéndolo, es un hecho tan gratuito como afortunado que genera por sí solo la gratitud que deja obligados a padres y alumnos, y que es la fuente moral de la autoridad del educador. Es simple pero no es fácil. Y con frecuencia los padres lo ponemos más difícil todavía porque confundimos lo que sólo cabe esperar con lo que tenemos el derecho de exigir. Tenemos derecho a que nuestros hijos sean bien educados y adquieran un determinado nivel de conocimientos, y en términos generales a que se les trate bien y con atención. Pero no tenemos derecho -porque se trata de algo que no se puede exigir- a que el maestro sienta el crecimiento de sus alumnos como suyo propio y haga del crecimiento de nuestros hijos objeto de su desvelo personal. Semejante implicación es algo completamente gratuito, una vocación que sólo se reconoce adecuadamente mediante una rendida gratitud. Y, sin embargo, es esto último lo que sostiene el régimen de autoridad en el que es posible enseñar.

A mi juicio es la ingratitud de los padres lo que desautoriza a los maestros. Como es evidente no me refiero a hechos puntuales de ingratitud, sino a una disposición básica de la existencia que nos hace creer que tenemos derecho a todo. Sin embargo, aunque lo necesario se puede y debe exigir, lo definitivo es más bien un exceso de alguien que libremente convierte su oficio en un asunto personal y que resulta insustituible, especialmente cuando se trata de la tarea de enseñar a niños y jóvenes. Hemos abominado de una cultura de la gratitud por otra de derechos y exigencias y nos hemos creído que asegurando aquello que podemos exigir lograremos suprimir la necesidad de lo que sólo nos cabe agradecer.

Pero no es así, y al menos en educación sucede que sólo si las personas hacen mucho más de lo que es su estricta obligación las cosas funcionan como debieran. Para ser maestro es necesario involucrarse personalmente en el oficio de enseñar. La insolente suficiencia con la que los padres bien aderezados de derechos nos acercamos a los maestros y su consiguiente falta de ascendencia sobre nuestros hijos, secuestra la posibilidad de lo mejor de la educación: el mutuo hallazgo entre quién tiene que crecer y quién siente esas potencialidades ajenas como labor y pasión propia. Los padres no lo podemos exigir pero lo podemos fomentar, incluso nos cabe hacer invitaciones para que ocurra mediante una expectación respetuosa de los frutos del trabajo del maestro.

La palabra autoridad procede del latín auger que significa ‘hacer crecer llevar a su auge’. Ser maestro es propiciar el auge ajeno, cultivarlo y pro-curar que no crezca torcido lo que podría haber crecido alto y erguido. Mientras que el poder se tiene evitando que otros te lo quiten, la autoridad solo se consigue si otros te la dan. Así que si los maestros no tienen ya autoridad no es a ellos, no al menos principalmente, sino a nosotros a quienes hay que mirar. Pero quitársela es tanto como  despojarles del poder de hacer crecer. Desde luego que hay maestros que no merecen ese nombre ni la autoridad que le corresponde, y su responsabilidad es tremenda. Dudo mucho que nuestro sistema educativo pueda regenerarse sin la salida de cuantos lo convierten en un varadero de frustraciones personales. Pero me temo que somos más los que le sustraemos a la educación su propio aliento disminuyendo lo que nos atrevemos a esperar de los maestros y, de paso, de los alumnos, nuestros hijos. Pocas miopías sociales y paternas resultan tan autolesivas como la ya cronificada desautorización del maestro.
 
Higinio Marín









 
 

domingo, 21 de febrero de 2016

El individualismo contemporaneo y la crisis de la familia

De la conferencia “La familia y el contexto antropológico-cultural”

Dr. Javier García-Valiño Abós jgarciaval@gmail.com)

Desde una perspectiva filosófica, vamos a considerar un momento la evolución y la fuerte sacudida que ha experimentado el matrimonio y la familia; principalmente durante el último medio siglo, desde la “revolución sexual” de los años sesenta, en nuestro contexto cultural, es decir, en las sociedades post-tradicionales del mundo occidental, que están fuertemente marcadas por la secularización, el relativismo moral, y la multiculturalidad, y sometidas a cambios tecnológicos profundos y muy rápidos que han transformado nuestra forma de vida. Pienso que, en Occidente, el individualismo –como mentalidad y estilo de vida– es una de las claves principales para poder comprender esta crisis y la actual fragilidad del amor conyugal y de la familia.

El individualismo contemporáneo ha sido interpretado con gran lucidez por el filósofo canadiense Charles Taylor y otros pensadores de la corriente comunitarita en su interesante controversia con el pensamiento liberal. Estos pensadores han subrayado el valor de la comunidad en la configuración de nuestra identidad personal y colectiva, también en sociedades con una creciente diversidad cultural, como la nuestra. Por otra parte, los filósofos de la amplia corriente personalista, de acuerdo con la tradición clásica y medieval, consideran que la persona humana existe siempre en relación y es constitutivamente comunitaria. En cierto sentido, el tú es anterior al yo: el yo se constituye y toma conciencia de sí en relación al tú. Por eso, la familia, como comunidad (natural) de amor y de vida, primera comunión de personas e institución pre-política, está presente desde el principio en todas las culturas y civilizaciones.

Por su parte, el filósofo norteamericano MacIntyre, reinterpretando la tradición aristotélica y medieval, ha rehabilitado las nociones clásicas de comunidad y de virtud, viendo un mismo hilo conductor de Aristóteles a san Benito de Nursia, y ha subrayado asimismo la necesidad de contextos comunitarios que promuevan el crecimiento en las virtudes y estimulen la búsqueda de la excelencia. En este terreno, la familia juega un papel decisivo e insustituible.

Ya en 1981, Juan Pablo II, “el Papa de la familia”, afirmaba: «En los países más ricos, el excesivo bienestar y la mentalidad consumista, paradójicamente unida a una cierta angustia e incertidumbre ante el futuro, quitan a los esposos la generosidad y la valentía para suscitar nuevas vidas humanas; y así la vida –en muchas ocasiones– no se ve ya como una bendición, sino como un peligro del que hay que defenderse»

Así pues, en nuestro contexto cultural, podemos constatar «el aumento de un individualismo exasperado que degrada los vínculos familiares, haciendo prevalecer la idea de un sujeto que se construye (a sí mismo) según sus deseos, privando de fuerza a todo vínculo»

También observamos una tremenda contradicción cultural acerca de la familia. Por un lado, entre nosotros, «el matrimonio y la familia gozan de gran aprecio y sigue dominando la idea de que la familia representa el puerto seguro de los sentimientos más profundos y gratificantes. Por otro lado, (…) las tensiones provocadas por una exacerbada cultura individualista de la posesión y el goce generan, en el interior de las familias, dinámicas de intolerancia y agresividad»

La vía para superar esta contradicción y el antídoto contra las secuelas nocivas del individualismo (más o menos exacerbado) es el cultivo y cuidado de las relaciones interpersonales en todos los ámbitos de la vida; de un modo especial, en la familia, porque ella nos proporciona el clima de confianza y seguridad necesario para que todos –desde los niños hasta los abuelos– podamos comunicar nuestra intimidad, sabernos comprendidos y encontrar el apoyo y consejo necesario para seguir adelante. Por mucho que nos alejemos del hogar, la familia es «el lugar al que (siempre) se vuelve» y donde cada uno es (o debería ser) aceptado y amado incondicionalmente.

domingo, 14 de febrero de 2016

“La justicia como motor social y económico de una sociedad avanzada”


Jueves, 18 de Febrero de 2016 a las 20,15h en el Real Casino de Murcia (Salón de Actos)

“La justicia como motor social y económico de una sociedad avanzada”

¿Crees que puede haber justicia sin igualdad?

¿Te quedas indiferente ante el dato que el 2% de la población posee más que el 98% restante?

¿Sabes cuál ha sido la respuesta del Papa Francisco al respecto?


“El Papa Francisco ha pedido:

  1.  A los gobiernos una profunda redistribución de la riqueza como expresión de la solidaridad y de la justicia entre seres humanos.

    2.  Y,a todos los ciudadanos del planeta que cambiemos nuestro estilo de vida, que dejemos de derrochar y pensemos  más en los más débiles.”
Estas y otras cuestiones relacionadas con la “La justicia como motor social y económico de una sociedad avanzada” serán analizadas y debatidas en la Mesa Redonda que el Grupo de Estudios de Actualidad de la Región de Murcia ha organizado en torno a la Encíclica Laudato Si del Papa Francisco. Con ello pretendemos dar a conocer su contenido y generar un espacio de diálogo que nos permitan  debatir sobre el tema.


Juan Miguel Molina